
Introducción
La formación de una vocación: tras las huellas de Comboni.
Objetivo del tema:
Estudiar cómo fue creciendo y desarrollándose la vocación de Comboni y poder contrastarla con nuestra propia vocación misionera.
Introducción
Todo hombre y mujer nace como un bebe y toda vocación como una semilla que el Señor deposita en nosotros. Encontrar nuestra vocación es un camino que nunca termina. Necesita de mucha oración y capacidad de escucha para ver las huellas que el Señor nos deja en nuestra vida. Descubrirlas y tomar la opción de seguir a Jesús es un acto personal que todos debemos hacer de manera personal, cada día. Descubrir en el encuentro personal con Jesús su amor nos impulsa a seguirlo, redescubriendo cada día lo que quiere de nosotros en el servicio a los demás.
Comboni también recorrió un camino tras Jesús que lo movió por África y Europa. Queremos dedicar un tiempo de formación a reflexionar sobre el camino vocacional de Comboni, para así poder descubrir las opciones que tomó en el seguimiento de Jesús y que fueron forjando su carisma misionero. Esperamos que a la vez que descubrimos como se fue labrando esta vocación nos sirva para ir contrastando la nuestra, seguidores de Jesús ayudados por las huellas de Comboni.
Contexto histórico y lectura de una llamada
Para comenzar os invitamos a ver un pequeño video que hace un resumen de su vida
Tarea:
¿Qué te ha llamado la atención?
Es importante a la hora de entender una vocación contextualizarla en el momento histórico, geográfico, familiar y personal de cada persona.
Os dejamos un extracto del libro Daniel Comboni Amigo de África (Cirilo Tescaroli) que nos ayuda a situarnos.
"Cuando nació Comboni, en 1831, Francia celebraba el primer aniversario de la conquista de Argel. Era el primer país europeo que se asentaba como potencia colonizadora en suelo africano. En esa fecha, aún no había comenzado la exploración del África negra. Ni Livingstone ni Stanley habían soñado todavía con las rutas africanas. Europa vivía pendiente de sus problemas de reestructuración legitimista y afrontaba los retos de la industrialización. Cuando murió Comboni, en 1881, los exploradores eran ya grandes héroes. y Europa preparaba el asalto definitivo a África.
¿Quién era este hombre que vivió sólo para África, cuando las potencias europeas querían vivir de África?
Todo empezó en un pueblecito veronés. En la orilla bresciana del lago Garda, en una pequeña ensenada, está encajado el pueblecito de Limone, blanca fantasía de casas y columnitas marmóreas entre el espejo azul del agua y el verde de los olivos. Antiguamente los habitantes del lugar obtenían de la venta de limones, naranjas y aceite lo necesario para ir viviendo modestamente; pero un terrible invierno, del que los viejos no guardaban recuerdo, llevó a la ruina invernaderos y plantaciones. En el montículo de Teseul, un lugar perdido entre la plantación de los olivares, a veinte minutos de camino de Limone, venía al mundo un niño, al que en su bautismo -el 16 de marzo de 1831, un día después del nacimiento- se le puso el nombre de Antonio Daniel. Los padres, Luis y Dominga Comboni, vivían en la finca de un rico propietario, ganándose el pan con muchos sacrificios. Pero en compensación eran ricos en fe y en virtudes.
Daniel, el cuarto de ocho hijos, muertos casi todos en tierna edad, creció a la sombra de Teseul. Terminados los estudios primarios en el pueblo de Limone, cruzó el lago Garda y se dirigió a Verona para asistir como alumno externo a las clases del seminario diocesano de aquella ciudad. Al año siguiente, dada la pobreza de su familia, consiguió ingresar en el Instituto fundado por don Nicolás Mazza, para proseguir los estudios.
Don Nicolás Mazza recibió a Daniel con los brazos abiertos y pronto tuvo especial predilección por el joven estudiante bresciano, cuya alma se abría gradualmente a los ideales del apostolado. Al leer ocasionalmente la historia de los Mártires de Japón escrita por San Alfonso María de Ligorio, quedó profundamente impresionado por el relato de tantos ejemplos de fe viva, teñida con la sangre del martirio, y le pareció oír la voz de Dios, que de manera, perentoria le pedía que fuera como misionero a Japón.
En enero de 1849 llegaba a Verona don Ángel Vinco procedente de la misión africana. Era el primer alumno del colegio que había enviado Mazza al continente africano. Había salido tres años antes con otros compañeros del colegio de Propaganda Fide para plantar la cruz en las inexploradas riberas del Nilo Blanco, en las actuales provincias del Sudán Meridional. Después de una serie de heroicas peripecias llenas de fatigas, incomodidades, enfermedades y muertes se había visto obligado a dejar la tierra africana para buscar en Italia la recuperación de las fuerzas perdidas y ayudas materiales.
La fugaz presencia de don Ángel Vinco entre los alumnos del. Instituto Mazza bastó para despertar en ellos una oleada de simpatía por la obra misionera, y para madurar en Daniel Comboni la resolución definitiva de consagrarse a la evangelización del África central. Esta misión, de la que Comboni fue el más importante protagonista, era en realidad -como él mismo escribió en 1877 «la más difícil, más laboriosa y menos conocida del mundo".
Sin duda este contexto en el que se crió Daniel y los testimonios misioneros que marcaron su vida le ayudaron en su discernimiento y su apuesta vital. La mediación aquellas personas y sus vidas ayudó a Comboni como ahora nosotros nos sentimos interpelados y también podamos interpelar a otras personas como mediadores del amor de Dios.
Comboni creció en una región dura, donde la agricultura no es fácil, ni por el clima bastante duro en invierno ni por el paisaje montañoso donde se encuentra. Se necesita robar a la montaña pequeños bancales donde cultivar. Sin duda esto forjó el carácter de Daniel. Su pequeña casa a los pies de una gran montaña por la que él subiría a jugar y explorar le hizo un hombre duro, acostumbrado al esfuerzo y a superar retos yendo por encima de su cansancio para superarse físicamente y como no dándole un carácter constante como el de otros montañeros que conocen del esfuerzo necesario para alcanzar cualquier cumbre, como saben también de la satisfacción que supone llegar a la cima y contemplar las muchas maravillas.